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Nuevo relato: "Eva"


Eva. Gema López Sánchez


Eva


La lluvia caía sobre Eva, acariciando con ternura cada palmo de su cuerpo desnudo. Normalmente, ella odiaba la lluvia. Aunque estaba en el paraíso y sabía que ese agua era vital para alimentar a los animales, las plantas y a ella misma, no podía evitar extrañar la presencia del sol cada vez que los nubarrones lo ocultaban con descaro. Además, tampoco soportaba que la ladera de la montaña, en la que se tumbaba a soñar despierta con lugares lejanos, se quedara embarrada cada vez que los cielos decidían gastarle una broma.


Ahora se preguntaba si, de verdad, las gotas de lluvia serían el reflejo de las lágrimas de su padre. A menudo, su marido le había dicho eso y había acompañado tales palabras con muestras de desprecio hacia su persona… Insinuando que dichas lágrimas siempre caían por culpa de los errores de Eva.


Es posible que, por una vez, tuviera razón.


De algún modo, Eva encontró apacible el gesto de su marido cuando cerraba los ojos. Era el único momento del día en el que no le daba órdenes o se aprovechaba de su cuerpo, tanto si ella estaba de acuerdo como si no. Y cada vez que la mujer trataba de negarse o de huir, él le mostraba la cicatriz en su costado, como si aquello justificase que fuera parte de su propiedad y el aspecto de la carne cicatrizada firmase algún contrato sagrado de esclavitud. Tal vez, por eso, Eva no sintió absolutamente nada mientras contemplaba las gotas golpeando con fuerza la piel del hombre y acumulándose en orificios como su oído o su boca… Parecía que despertaría en cualquier momento… Esperaba que no fuera así.


Mientras el agua limpiaba su cuerpo femenino de la sangre ajena y consolaba ligeramente sus contusiones, sintió la necesidad de llorar. “¡Mira lo que ha pasado, mujer! ¡Ha sido tu culpa!”. El grito resonaba en su cabeza.


Se alejó de su marido y se encontró a unos metros con dos pequeños cuerpos sin vida… Ambos tenían un boquete abierto en la cabeza, seguramente realizado con alguna de las numerosas piedras que decoraban el lugar. Abrazó a los pequeños y los acunó como cuando eran unos pequeños bebés… Ellos habían sido la única alegría que había sentido en toda su vida y él se los había arrebatado para no tener que compartirla con nadie. El muy desgraciado había llegado a insinuar que Caín había matado a Abel mientras jugaban y por eso le había castigado… Adán les había matado.


Cuando las gotas cesaron su caída y la falda de la montaña se llenó de una niebla densa y fría, Eva decidió que había llegado el momento de despedirse de sus pequeños. Los enterró bajo el manzano en el que solía esconderse cuando quería estar sola. Recogió el cadáver de la serpiente de cuyos colmillos había extraído el veneno para matar a Adán y lo arrojó sobre el cuerpo de su esposo, amontonando ambos cadáveres como si fueran una pila de basura… Asegurándose de que su presencia no interrumpiera el descanso eterno de sus hijos.


Con el corazón lleno de tanta pena como fuerza, abandonó por fin aquel infierno al que llamaban Edén. Acarició con una mano su vientre, muy discretamente hinchado, prometiendo a su futuro primogénito un lugar seguro, alejado del dominio de un Dios que había permitido tanta crueldad sin haber movido un dedo para evitarlo.

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